segunda-feira, 2 de janeiro de 2017

[Conto] ¿Te gusta Vallejo?, por Orlando Mazeyra Guillén



Es sábado. Cuatro de la tarde. Estoy dentro de una cabina de internet de la avenida Salaverry. No hay mucho que decir. Releo las dos carillas y siento que algo no encaja. Todo sobra. Las frases son artificiosas. Tres tardes consecutivas frente al editor de texto de una computadora pública. Por eso selecciono el texto y lo borro. Grabo para que sea irreversible y cierro el editor. No es fácil aceptar que uno está en blanco. Y si no está en blanco, entonces arma párrafos rengos, contrahechos, deleznables.
De pronto, Carmen aparece conectada en la red social. La saludo sin perder el tiempo: «No te veo desde que me fui de la revista».
—Esa revista… prefiero no recordarla.
—Bueno, olvídala entonces. Sólo te quería saludar y regalarte un libro —busco un buen pretexto.
—¿Estás en Lima?
—Sí, en Jesús María, ¿tendrás tiempo ahora en la tarde?
—Vivo en Los Olivos… ¿Podrás llegar?
—Haré el intento.
Me dice que tiene sesión de gimnasio a partir de las siete de la noche. Una hora para conservar la línea: «mi gym es sagrado», alega. Me sugiere que caiga a eso de las seis de la tarde y que la espere en la avenida Carlos Izaguirre, donde queda la municipalidad de ese distrito: «es la mejor referencia que te puedo dar, porque si te doy la dirección de mi casa creo que no llegas ni para Navidad».
Cuando arribo a la avenida Izaguirre, descubro que se trata de una ciudad dentro de otra. Algo común: San Isidro es otro país, Miraflores y Barranco no tienen nada que ver con El Agustino o El Rímac. Ya son las seis y media. Una impuntualidad imperdonable. Le envío un mensaje de texto, disculpándome de la manera más pueril: «siempre me pierdo en esta ciudad, pero ya estoy en la muni de Los Olivos».
—¿En serio estás allí? —pregunta, incrédula.
—Sí.
—Pensé que me estabas floreando.
—Yo no floreo —miento.
—Como no llegabas me metí al gimnasio. Me hice a la idea de que no vendrías. Ya empecé mi rutina y recién salgo a las ocho. ¿Qué harás?
—Te espero.
Me fumo media cajetilla de cigarros y tengo el estómago vacío. Si fumo uno más empezaré a sentir arcadas. Llega un punto en el que el humo del tabaco, en vez de producirme placer, me enferma. Dificultades que vienen de la mano de la abstinencia. Hay una imagen terrible en la cajetilla y un mensaje espeluznante: «fumar causa aborto». Antipublicidad estúpida, inútil: un feto amoratado.
Busco una cabina y hago hora. Se conecta Daniela. La conocí en la presentación de una revista de crónicas, es simpática —aunque algo huraña—, se acaba de mudar a Arequipa. Le meto letra y me dice que no tiene ganas ni de chatear: está muy triste.
—¿Qué te pasó?
—Hay recuerdos que no encuentran salida y explotan.
—Entonces busca una válvula de escape —le sugiero.
—Tengo miedo de enfrentarme a mí misma: es como verme en el espejo y, de pronto, me doy cuenta de que soy un animal con un solo ojo. Así me pienso. Espero que no te rías.
—Da lo mismo. Estoy en Lima, si me estuviera riendo jamás te enterarías. Pero quizá sientes que has perdido un ojo porque las esquirlas de una granada te lo dañaron.
—Bueno, te cuento mi drama. Hace unos días recibí una llamada de Tacna, era mi padre.
—¿Y te pidió que volvieras a casa?
—No, nada de eso. Me dijo que por fin el Estado nos depositó lo de nuestra reparación civil.
—¿Y eso?
—Te cuento que soy una víctima… así me llama el Estado: «víctima del terrorismo».
—¿En serio?
—Sendero asesinó a mi madre.
—¡Qué fuerte noticia, Daniela, no es como para darla por el Facebook!
—Sí, lo sé, pero en el Facebook la gente pone hasta la ropa que está escogiendo, el cebiche que está comiendo, la canción que está escuchando. ¡Yo tengo derecho a decir lo que sí importa!
No sé qué argumentar (me quedo en blanco como ante el editor de texto) y ella prosigue: «Ahora me entenderás. El caso es que, después de 24 años, en los cuales vi y acompañé a mi padre en ese reclamo que se convirtió en su lucha personal, por fin le depositaron una reparación».
Pienso que ya aseguró su futuro. Me imagino una cifra contundente (¿por qué el dinero seduce tanto?):
—Diez mil soles —me dice sin anestesia.
—¿Diez mil soles?
—Sí: cinco mil para él y el resto entre los hijos. Somos tres hijos.
—Es para volverse locos…
—Así es. Toda esta semana aunque quise evitar que el tema me tocara el corazón, no pude hacerlo. Estoy llorando mientras te escribo.
—Es que, Daniela, es inevitable. Debes estar sintiendo cosas terribles, impronunciables.
—Me quise olvidar de los sentimientos y, fríamente, pensé: son mil seiscientos soles. Plata es plata. Y quise verlo así. Luego dije que si el Estado me insultaba con su «reparación» entonces yo me denigraría más yéndola a cobrar…
—¿Y en qué quedó todo?
—Pues, mi padre insistió: me dijo que fuera de todas formas al Banco de la Nación. Así que fui. Y no había nada. Lo peor es que quien me atendió lo hizo con la actitud de quien me estuviera regalando algo, dando una limosna. Tenía ganas de darle un par de cachetadas pero me quedé callada. Y me sentí negra, vacía... ausente. Recién al llegar a mi casa, rompí mi espejo y exploté en llanto.
—Cálmate, sé que no es fácil, pero ten calma.
—Es que no entendía nada de lo que pasaba hasta que me miré de nuevo y ahí estaba, frente al espejo rajado, como una bestia con un solo ojo… Tan «víctima», como me dicen. Ese es mi drama de estos días. Ese es el drama de mi vida.
—Disculpa la indiscreción, pero, ¿por qué víctima? ¿De qué manera murió tu madre?
—Mi padre era del Apra. Trabajó en el que hoy llaman Gobierno Regional de Ayacucho durante el primer gobierno de Alan García.
—¿No eras tacneña?
—No. Soy una «víctima», y no sabes cómo me revienta utilizar esa palabra. Mi familia fue desplazada por la violencia, nos sacaron de Ayacucho, de allí es mi familia.
—¿Los terrucos querían matar a tu padre?
—Sí, todo eso pasó en 1989.
—¿Y por ser del partido de gobierno?
—Sí, eso se decía. Mi padre terminó decepcionándose hasta de su partido. Dice
que nadie le tendió la mano… Oye, espero que no tomes esto como catarsis. Ya me dio
roche… Además creo que tú detestas a los apristas. ¡Qué roche!
—¿Roche? Pero si es algo terrible. ¿Entonces Sendero Luminoso mató a tu mamá?
—Eso está probado, totalmente. Hasta tengo mi credencial. Suena absurdo, pero es así.
—¿Y qué dice la credencial?
—Acredita que estoy dentro del Plan de Reparaciones…
—Cuando asesinaron a tu madre, ¿qué edad tenías?
—Suena a entrevista, Orlando.
—Es que parece increíble…
—Tenía apenas dos años.
—Sin duda, esa es la herida más grande que tienes…
—Más que una herida es una bomba, aunque suene a humor negro por lo que le pasó a mi mamá, es una bomba… que nunca terminó de explotar.
—¿Nunca has vuelto a Ayacucho?
—Sí. Esa es otra novela. Regresé dos veces. La primera, de muy niña, casi ni sentí ese retorno. La segunda fue hace dos años, ese viaje sí me remeció.
—¿Qué te dejó ese retorno?
—Un rompecabezas incompleto. Una vida que nunca será. Seré una exiliada de por vida. Siempre me vienen ganas de volver. ¿Pero a dónde? Adonde nunca me encuentro.
—¡Diez mil soles! —insisto sin comprender.
—Quisiera no recibirlos. Y, aunque no los quiero, es algo que estará a mi nombre. Es algo que recibiré sin desearlo. Lo que me corresponde como hija son mil seiscientos soles, como ya te lo dije. ¿En qué gastar ese dinero? Recibir esa plata, en vez me hacerme sentir víctima, me hace sentir culpable, cómplice. No sé.
—La verdad, Daniela, es que debes estar con ganas de romper muchas cosas más que un espejo...
—Ya no hay nada que romper. Lo más importante está roto. Por dentro, por donde no se ve, estoy hecha añicos.
—¿Crees en Dios?
—No pienso en eso.
—Pero, ¿no piensas en dónde podría estar tu madre?
—Mira, de niña hablaba con ella. Ahora no sé, ella sólo aparece cuando la pienso, cuando intento fabricar recuerdos. Es imposible.
—Cero recuerdos…
—Así es. No tengo ni qué recordar. Mi pasado es fotos a medio quemar, datos en revistas, recortes de periódicos, voces en casetes. Terror, espanto, reclamos. No más que eso.
—Y si pudieras verla, ¿qué le dirías o preguntarías?
—No lo sé, no he pensado en eso. Y si lo pensara no te lo diría, espero que me comprendas porque ya te he dicho bastante.
—Escribe sobre eso, Daniela, la idea es que hables con ella cuando escribes. Es sólo una sugerencia.
—Me gusta la idea. Debo ahorrar primero. Por eso trabajo. Por eso me disfrazo de relacionista pública y le sonrío a los zombis de mi oficina. Primero me compraré una laptop y luego empezará lo difícil.
—Daniela, no te quitarás el peso de encima hasta que escribas. Y si no tienes una máquina disponible entonces escribe en una cabina como yo.
—Todos los días repaso todo, recuerdo para no olvidarlo. Todos los días me atormento. Todos los días me miro al espejo.
—Me sentiré mejor cuando me digas que todos los días escribes…
            —No es fácil: una muerte se lleva más vidas. Mi padre y yo ya no somos lo que éramos. O no sé si algún día lo fuimos. ¿Padre e hija? Nunca.
            —Nadie sabe cómo enfrentar la vida, todos vamos a tientas... el «problema» es que a ti te la pusieron difícil de arranque.
            —Lloré tantas veces con Vallejo. Él y yo nos entendemos. Yo era un árbol seco hasta que leí a Vallejo. Iré a releerlo y luego a dormir. Disculpa por soltarte todo este rollo. Creo que ya no necesitaré un psiquiatra.
            «Ojalá algún día yo tampoco lo necesite», pienso y, al poco rato, Carmen me llama al celular. En verdad, ya la había olvidado. Acaba de salir del gimnasio. Me despido de Daniela y le deseo lo mejor pero no será fácil, pues «hablamos del peligro de estar vivos», como dice la melodía. Su madre ya no lidia con ese reto: vivir.
Carmen luce un buzo ceñido que dibuja bien sus formas. Es bella pero hay algo frívolo en sus maneras (su conducta, su forma de hablar) que me distancia: «Me acabo de alaciar el pelo. ¡Ni te diste cuenta!». Quisiera estar en la puerta de la casa de Daniela,
tocarla, darle un abrazo y, si me lo permite, un beso.
            Reconozco un mohín de incomodidad cuando cruzamos la pista y hay muchas miradas atentas, transgresoras: «Detestas este distrito, no me mientas».
            —¿Qué dices?
            —Que te gustaría vivir en San Isidro o Miraflores, así no te harías paltas en dar tu dirección. ¿O me equivoco?
            —Yo quisiera vivir en Londres. Es más: estoy ahorrando para eso.
Daniela sueña con una madre a la que no pudo conocer por culpa de Sendero Luminoso. Carmen sueña con una ciudad que sólo vio en películas o videoclips. Yo sufro de insomnio y no tengo más historias.
—¿Te gusta Vallejo? —le pregunto por decir algo o quizá para encontrar un nexo entre ella y Daniela.
—Ay, apenas tengo tiempo para ir al gym y para arreglarme el pelo y quieres que me ponga a leer poesía. ¡No te pases!
Tomamos un café: hablamos de Madonna que, según Carmen, tiene un cuerpo perfecto... de Susana Giménez, que es su diva favorita: «Gisela no le llega ni a las rodillas». Y, claro, me cuenta la vida completa de Alessandra Rampolla: «cuando vino a Lima me tomé una foto con ella». Mientras la escucho con fingida atención, me siento un embustero.
—¿Pero no me ibas a regalar un libro? —me pregunta cuando nos despedimos.
—No lo he traído —le miento.

Ella se hace la desentendida y sonríe de una manera mecánica. Entonces, ante tanta patraña, Los Olivos se disfraza de San Isidro: pintándose de colores.


Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, Perú, 1980). El 2016 publicó sus dos últimos libros de narrativa en Arequipa Bitácora del último de los veleros (Aletheya) e Instrucciones para saltar al abismo (Doce Ángulos). Colabora desde el 2012 con el semanario Hildebrandt en sus trece. Su libro Mi familia y otras miserias apareció en Tribal (Lima, 2013). El 2014 se reeditó su libro de relatos La prosperidad reclusa. Ha publicado ficción y no ficción en El Malpensante (Colombia), Punto en línea (UNAM, México), Buensalvaje (Perú) y otros trabajos narrativos en revistas literarias virtuales como Hermano Cerdo (México), Badosa.com (Barcelona) y en el Proyecto Patrimonio de Santiago de Chile. Ha sido incluido en las antologías Disidentes 2: los nuevos narradores peruanos 2000-2010 (Ediciones Altazor, 2012), 17 cuentos peruanos desde Arequipa (Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, 2012) y 20 cuentos arequipeños (Ministerio de Cultura del Perú, 2016). Prologó el libro En busca de la sonrisa encontrada de Oswaldo Reynoso y es considerado por éste: “un alucinado y auténtico cuentista”.

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