Ropero
Enciende una cerilla de la cajita de fósforos; por un instante el fuego ilumina, levemente, su cara y el cigarrillo que empieza a fumar. El necesario calor del humo ingresa en sus pulmones; luego exhala el humo, que se sublima con el inicio del anochecer y el olor a alcohol. El anochecer inicia la rutinaria travesía de ocupar todos los rincones del pequeño cuarto sin luz eléctrica del departamento 2B de la calle Cerro Corá 641. Si mirase por la ventana vería los edificios iluminarse de bombillas de luz y neón, escucharía a lo lejos una riña callejera y el eco de los gritos de un vendedor ambulante ofreciendo sus últimas chipas. Pero Villasboa no mira la ventana, está recluido entre la cama y el ropero abierto. Fuma por inercia y a ratos toma con amargura su caña clandestina mirando fijamente el ropero y la habitación se llena de noche, recuerdos y pensamientos. «Y si te digo que te amo», dijo él, casi con todas sus fuerzas, casi sin ganas, sin mirarle a los ojos.
Ella, ya sin lágrimas, le dijo casi susurrando, casi gritando, una letanía en verso libre y desesperado:
—Y sólo continuar así, como dos perros, como dos ratas, como dos gatos, como mujer y hombre en celo, animales de asfalto sin más memoria ni rito que sobrevivir en la Asunción de cemento, sangre y asfalto, ya no más carajo, y sólo continuar así, como dos perros, como dos ratas...!
—Andate a la mierda —murmuró él, sin mirarle a los ojos. Ella se fue hace tres horas, tres meses, tres años, para siempre, y Villasboa está solo, fumando un cigarrillo, mirando el ropero.
El ropero era como un símbolo de tantas cosas y a la vez de nada, lo habían comprado juntos un domingo de una casa de préstamos prendarios después de una noche de timba. Contrataron un carrito y lo llevaron hasta el departamento de Cerro Corá. Ambos estaban borrachos, al llegar encargaron al vendedor de panchos que controle al carrito y al caballo para que nadie robe nada y con el conductor del carrito alzaron el ropero por las estrechas escaleras del edificio, tropezaron una, dos, tres veces; hasta que hubo un tropezón tan grande que el ropero cayó unos escalones y se rompió una de las patas de adelante. Rieron mucho, también rió el conductor del carrito que les empezó a contar chistes en guaraní sobre mudanzas. El ropero tenía dos puertas, una de él (con una foto de Charly) y otra de ella (con una foto de Janis Joplin y otra de Beauvoir). Las dos puertas del ropero están abiertas. Aún quedan vestigios de un mundo transitado solos y juntos: continúan dentro del ropero unos papeles tal vez de ella, tal vez de él, poemas sin inicio ni final ni ideas, una novela sin sentido e inconclusa, la notificación de desconexión de luz, la factura de agua que él no pagaría ni si tuviera el dinero, con unas ropas sucias y otras ropas limpias sin planchar, con una fotografía de Villasboa y sus amigos en algún bar, con una fotografía de ella, ella y su sonrisa triste e irónica, con unas monedas, con una rosa marchita que alguna vez fue roja, con su vida. «Sin más memoria ni rito que sobrevivir», recuerda Villasboa, y mientras recuerda toma un trago y piensa: «sobrevivir, o sobremorir, sobrevolar la muerte quizá. Buscando como dice la canción “un trago para ver mejor”, para ver mejor. Buscando un bar para sobrevolar la muerte, ver mejor, para hacer esas peligrosas piruetas en el cielo del infierno. Sí, en la capital de la angustia, en el Edén de la amargura. Un trago con ella en el Edén de la amargura. Qué tiempos aquellos, qué tristes pero verdaderos; los primeros perros, las primeras ratas, los primeros gatos, el primer hombre y la primera mujer en el último bar del Edén donde aprendimos a ver y llorar y reír en un mundo de tonalidades de negro, gris y casi blanco. Pero “ya no estás más a mi lado corazón” canta un anciano borracho en una esquina de la soledad». Definitivamente el ropero está vacío. Definitivamente Villasboa está solo. Ella ya no está a su lado, él está sin ella. Villasboa mira el fuego de la cerilla, mira la caña, mira el ropero vacío, mira el absurdo y la rabia, «ya no estás más a mi lado corazón» murmura, canta, grita, revienta la botella contra el ropero. Villasboa grita con rabia, con amargura enciende una nueva cerilla y la tira en el ropero, el fuego abrasa lentamente los papeles mojados con alcohol y orfandad, abrasa la madera, abrasa a Villasboa que abraza al ropero, y Villasboa llora o grita. La pata floja del ropero cede. El ropero cae. Caen en la cama que empieza a arder y el fuego de la cama los abrasa y Villasboa grita con rabia, amor, dolor, y toda la habitación se ilumina.
Carlos Bazzano. Nacido en 1975, escribe
poesías y cuentos. En el año año 99 participó en la Antología Generación de los
90, Editorial Ombligo del Mundo. Desde el año 2000 al 2002 participó en la
Antología Poesía Joven, a cargo de la escritora Susy Delgado. En el año 2006
participó en la Antología Narrativa Anales Urbanos, Editorial Arandurá. En el
2008 gana el Concurso Nacional de Cuentos El Cabildo. En el año 2014 presentó
junto al escritor Eulo García el poemario Hasta ahí nomás/Descartes. A
principios del 2015 participó en la Antología Poetas por Km2 del Centro
Cultural Juan De Salazar. Ha colaborado en revistas alternativas y centros
culturales alternativos de Asunción desde el año 1996 hasta la actualidad. En
Mayo del 2015 presentó desde la Editorial Arandurá el libro Q.E.B.D. (Que en
bar descanse)
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